De Arturo Pérez-Reverte

sábado, 13 de febrero de 2010

ESA GENTUZA

Paso a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus conductores y escoltas, periodistas dando los últimos canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves, importantes, seguros de su papel en los destinos de España, camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar curro fuera de la protección del partido político al que se afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión, cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral. Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta madre.

Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes. Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.

Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno, claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño, frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse, sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer cola en ventanillas, desde el primer día.

De cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora, por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo, algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con ellos.
---------------------------
Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal

domingo, 7 de febrero de 2010

LA PARADOJA DEL DOS DE MAYO

El próximo viernes se cumplen doscientos años del 2 de Mayo, día en que Madrid se sublevó contra los franceses. No fue, como la historiografía tradicional afirmó durante dos siglos, un alzamiento masivo de toda la nación. Eso vino después, a partir del 3 de mayo. Y con reservas. Las palabras masivo y nación deben ser manejadas con cuidado, como cada vez que se consideran los lugares comunes de la triste historia de España. Lo indiscutible es que en Madrid hubo una sublevación, y que quien empuñó las armas fue la gente más humilde, haciéndose cargo a tiros y puñaladas de una soberanía abandonada por sus gobernantes. Así, el pueblo dio una lección de dignidad y decencia. También dio una lección de incultura política y de fanatismo religioso, equivocándose de enemigo; pero ésa es otra historia. Los hechos son los hechos. El 2 de Mayo, con enemigo equivocado o no, fue una hazaña histórica. Como tal debe recordarse. Punto.

Ese día luchó muy poca gente. Es dudoso que en aquella ciudad de 160.000 habitantes se batieran de verdad más de tres o cuatro mil personas. La aristocracia, la gente de orden, los altos mandos del ejército y la mayor parte de éste se quedaron en casa, mirando. Todo acabó como todos sabemos y como Goya nos recuerda. Pero esa jornada, que podía haberse limitado a una insurrección de cuatro o cinco horas, tuvo notables consecuencias. Hizo que España entera –cada uno a su modo, como solemos, unos voluntarios y otros a la fuerza– tomara conciencia de sí misma, de lo que era desde hacía muchos siglos, y se levantara, solidaria –otra palabra imprecisa, tratándose de españoles–, en una contienda larga y cruel que cambió nuestra historia y la de Europa.

Por eso el 2 de Mayo es tan importante. Porque fue origen del complejo e interesante proceso que vino después, incluida la primera Constitución en 1812. Esos pobres carpinteros, mendigos, albañiles, rufianes, manolas y chisperos, compatriotas de todos los lugares y de las colonias americanas, que se batieron en Madrid, merecen ser recordados por muchas razones: por los 409 de ellos que murieron y los 160 que quedaron heridos, y sobre todo por la lección de coraje que dieron, demostrando un par de cosas: que a la hora de dar la cara los españoles están siempre por encima de sus gobernantes, y que siglos de incultura, opresión eclesiástica, visceralidad y fanatismo cerril nos convierten en principales enemigos de nosotros mismos. Que el resultado final de aquel inmenso sacrificio fuese el regreso, entre vítores, del rey más infame de nuestra historia, no deja de ser españolísima y natural paradoja. Pero cada cual tiene lo que merece tener.

En cualquier caso, insisto: el triste resultado de lo que empezó en 1808 no destruye el mérito de la hazaña. Lo que sí debe hacer es mover a reflexión. Por eso es bueno conmemorar desde la lucidez y el rigor. Homenajear a aquellos hombres y mujeres, recordar lo que hicieron, es objeto de una exposición que acaba de inaugurarse en Madrid, en las instalaciones del Canal de Isabel II. Se titula 2 de mayo de 1808. Un pueblo, una nación, y responde a una ambición concreta y limitada: despojar a esa jornada, en lo posible, de dos siglos de interpretaciones diversas, partidistas, contradictorias y discutibles, recobrando a cambio la narración objetiva, el pulso de la epopeya de un pueblo indefenso que creyó su deber y su dignidad alzarse en armas, y que a partir del día siguiente fue secundado por una nación entera.

Les cuento hoy todo esto porque participo en el asunto y estoy orgulloso de ello. Después de la publicación de un libro mío sobre el 2 de Mayo, el Canal de Isabel II me hizo el honor de confiarme la dirección de ese tinglado. La idea ha sido crear un espacio virtual, objetivo, abierto al gran público; una intensa recreación histórica, muy didáctica, que a modo de túnel hacia el pasado haga viajar al visitante en el tiempo, moviéndolo por aquel Madrid apasionante y terrible, durante las veinte horas transcurridas entre las ocho de la mañana del 2 de Mayo y las cuatro de la madrugada del día siguiente: uniformes, vídeos, sonidos, películas, armas, grabados, cuadros, recreaciones de situaciones y combates. Un relato audiovisual, intenso, casi físico, que haga posible comprender aún mejor las palabras que el emperador Napoleón, confinado en la isla de Santa Helena, confió a su asistente Las Cases: `Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor´.

Pueden darse una vuelta por allí, si les interesa el asunto. Hasta septiembre pueden hacerlo, creo. Ya me dirán luego si merece la pena.
--------------------------
Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal