De Arturo Pérez-Reverte

domingo, 7 de marzo de 2010

DOS BANDERAS EN TUDELA

A Carlos le gusta la Historia, como a mí. Es de los que, cuando el runrún del tiempo levanta rumor de resaca en la orilla, se toma una caña por los que dejaron huellas que orientan nuestra memoria, nuestra lucidez y nuestra vida. Por eso esta noche Carlos y yo nos encontramos en el bar de Lola, oyendo música tranquila, mirándole a la dueña el escote mientras hablamos de aniversarios. Hace un par de meses, mi amigo estuvo en Tudela, donde el Ayuntamiento –«a veces hasta hace bien las cosas», apunta Carlos– conmemoró como es debido el 199 aniversario de una batalla en la que cuarenta mil españoles –navarros, aragoneses, andaluces, valencianos y murcianos– bajo el mando del general Castaños, se batieron durante seis horas con treinta y cinco mil franceses dirigidos por el general Lannes, que tenía muchas ganas de quitarle al ejército imperial la espinita de Bailén.

«Nos dieron hasta en el carnet de identidad», murmura mi compadre mientras Lola nos sirve otra caña y de fondo, bajito, suena la voz de Joaquín Sabina diciendo que hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan. Y yo asiento en silencio, resignado, porque conozco el episodio tudelano y sé que transcurrió muy a la española, entre celos, imprevisión, indisciplina, desacuerdos y mala fe, con cada jefe actuando por su cuenta, sin concierto para la defensa ni para el ataque. Sólo hubo reacción, y mal coordinada, cuando las avanzadas francesas ya entraban en Tudela y se oían disparos de fusilería por las calles; de manera que la batalla empezó a las nueve de la mañana, a mediodía parecía favorable a los españoles, y a media tarde nuestra infeliz carne de cañón, tras haberse batido, eso sí, con mucho valor y decencia, rompía las filas con la caballería francesa detrás, sableándola a mansalva.

Bebiendo hombro con hombro, Carlos y yo hacemos un brindis a la memoria de toda aquella pobre gente, aquellos militares y paisanos llevados al matadero, corriendo a la desesperada por el inmenso olivar de Cardete mientras intentaban franquear los veintidós kilómetros que los separaban de la salvación, hasta Borja o Tarazona, dejando atrás tres mil compañeros entre muertos, heridos y prisioneros, mientras los vencedores saqueaban Tudela. «Buena gente a la que recordar», murmura Carlos; y Lola, que no suele meterse en estas cosas pero las escucha siempre con interés y simpatía, asiente con la cabeza mientras seca los vasos. Sabina dice ahora, al fondo, que hay mujeres en cuyas caderas no se pone el sol; y Carlos, tras observar un momento las de Lola –en las de ella tampoco se pone–, me cuenta que el pasado 23 de noviembre, en Tudela, el Ayuntamiento invitó a varias asociaciones de recreación histórica francesas y españolas, para conmemorar la fecha. Y que todo fue estupendo y educativo, y que los niños y los no tan niños contemplaban interesados, preguntando por esto y aquello, a los jinetes polacos del ejército imperial, a los levantinos de la división Roca –bravos en aquella batalla hasta que ya no pudieron más– con sus banderas y su pobre armamento, a los voluntarios de Aragón con sus calzones claros y sus plumas en el sombrero, y a todos los demás. «Una lección viva de Historia», resume Carlos, que llevó a sus hijos pequeños. «De esas que dan ganas de correr a los libros para enterarte bien de qué pasó, y por qué».

Y luego, el epílogo, cuenta mi amigo. Eso tampoco podía faltar, claro. Y explica muchas cosas en la España de 1808 y en la de hoy. Porque en plena celebración, cuando Carlos estaba con sus hijos en la plaza de Tudela, sentado en una terraza, tuvo lugar allí el acto de izado de las banderas de los contendientes. Subió primero al mástil la tricolor gabacha, a los sones de La Marsellesa; y un matrimonio francés y cincuentón que estaba en la mesa contigua, plano de la ciudad desplegado y mirando la recién restaurada catedral, se puso en pie al oír los compases de su himno nacional. Sonó luego la Marcha Real mientras se izaba la bandera española, y el matrimonio francés siguió en pie, respetuoso, mientras todos los españoles allí presentes continuaban sentados, a lo suyo, charlando como si nada.

Recordando aquello, mi amigo tuerce la boca y mira la pared, el aire fatigado –también yo siento ese mismo cansancio, compruebo de pronto; un hartazgo impotente, rancio, abrumador–. «¿Y tú qué hiciste?», pregunta Lola desde el mostrador. Casi adivino lo que Carlos va a decir, antes de que lo diga:

«Avergonzado, me puse despacio en pie, y al verme hizo lo mismo algún otro… Éramos tres o cuatro, como mucho. Y mirando con mucha envidia al matrimonio francés, pensé: nos han vuelto a ganar».
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Arturo Pérez-Reverte
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