Al hilo de lo que escribía la semana pasada sobre la responsabilidad de la derecha y de la izquierda en el desmantelamiento de la vieja palabra España, no creo, como algunos cenizos, que tanta bazofia política nos lleve de nuevo al año 36. Vivimos demasiado bien como para pegar tiros en las trincheras de la Ciudad Universitaria. Si hubiera bronca, la gente se echaría a la calle, en efecto; pero para comprobar si le había pasado algo a su coche. El estallido, cuando llegue, vendrá de las grandes bolsas de inmigración marginal desatendidas socialmente, y de los conflictos irreparables que éstas generen. Pero otra guerra civil no es el problema. Y a lo mejor de ahí viene el problema: de que ya no es un problema.
Lo que nos espera es el desmantelamiento ruin de la convivencia. Egoísmo. Insolidaridad. Atentos a las necesidades del negocio, a los socios y a la clientela, y a fin de salvar el pellejo legislativo, algunos imbéciles han decidido que la España que conocemos desde hace quinientos años está mal construida, que Isabel de Castilla y Femando de Aragón no captaron la esencia del asunto, y que la única vía hacia una España feliz y auténtica es la liquidación del Estado y su sustitución por una confederación de naciones y nacioncillas donde cada perro se lama con sonoros lengüetazos su cipote. Esos cinco siglos de error histórico, el partido en el gobierno está dispuesto a despacharlos en una legislatura, sin despeinarse. Pero no creando antes las condiciones adecuadas —ésa sería una opción política tan respetable como cualquier otra—, sino imponiendo primero el concepto, vía artículo catorce, y luego dejando que la realidad se adapte, retorciéndose como pueda, al esquema general. Como ven, hablamos de política de alto nivel al mínimo costo. Y luego, a la hora de reclamar daños y perjuicios, a saber dónde estará cada cual. Con el maestro armero.
De cualquier modo, el sistema tiene un grave inconveniente: necesita hacer a la derecha culpable de lo que se pretende destruir. Por eso al partido en el gobierno no le preocupa que, de paso, toda la memoria histórica, toda la cultura, todo cuanto es patrimonio común y vertebra la unidad nacional de la verdadera nación, la española, se vaya a mamarla a Parla. Son daños colaterales. El precio a pagar, argumentan los gánsteres que se frotan las manos dispuestos a beneficiarse de la subasta. Y mientras, los aprendices de brujo, enredados en un cóctel de probetas y líquidos de cuyos efectos no tienen la menor idea —entre otras cosas porque no han leído un libro de Historia en su puta vida—, proponen sustituir quinientos años de unidad y otros dos mil quinientos de memoria bíblica, grecolatina, árabe, mediterránea y europea, la España perfectamente definida y real, por una cultureta descafeinada y mierdecilla, por lo socialmente correcto que permite arañar votos de buen rollito, por la soplapollez de diseño que tanto llena la boca, en foros multiculturales y otras demagogias, a tanto ministro y a tanta ministra.
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Hay algo que algunos no perdonaremos nunca a la presunta izquierda de este país desgraciado: que con su miopía y su mezquindad haya cedido a la derecha el monopolio de la palabra España. En vez de limpiar los símbolos y las palabras contaminadas por el franquismo, a la izquierda le convino siempre que la engreída derecha siguiera usurpando palabras como patria y bandera nacional, y que se reafirmara como supuesto centinela de los valores tradicionales, de la memoria histórica, que es la médula de cualquier nación seria. Ignoro las veces que Felipe González pronunció la palabra España siendo presidente. Pocas, desde luego. O ninguna. En cuanto a Rodríguez Zapatero, cada vez que lo hace, me pongo a temblar. Esa España suena ahora a pasteleo coyuntural. A chanchullo de taberna.
Y ése es el verdadero problema. El pudrimiento de ciertas palabras y los treinta siglos que simbolizan: tres mil años de extraordinaria herencia dilapidada por izquierdas y derechas incapaces de comprenderla y de conservarla. Esa es la maldición histórica —la misma Historia que en los colegios y universidades nos niegan y borran— de esta tierra desgraciada donde, cada vez que algo bueno levanta la cabeza, hay innumerables hijos de puta —reyes idiotas, validos arrogantes, curas fanáticos, generales matarifes, políticos miserables— que, guadaña en mano, siguen dispuestos a cercenar la esperanza.
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Arturo Pérez-Reverte
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